jueves, 31 de octubre de 2019

Anoriinnaq

Regata de umiaqs inuits en Alaska, 4 de julio de 1915.


Se quedó observando como el gargajo que acababa de lanzar por la aleta de estribor se estrellaba en la heladas aguas del atlántico norte. La mucosa y amarillenta saliva de fumador pareció fundirse con la superficie del mar, espachurrándose como un mosquito en un parabrisas. Ni se hundió ni rebotó. Se quedó pegada a la vez que se abría en derredor, como una mancha circular de petróleo o gasóleo que flotaba en en la superficie, sobre las ondas de la estela del barco, mientras se alejaba hacia popa con la corriente. O tal vez se hubiera quedado quieta, cautiva de la sal y el frío, y en realidad fuera el bacaladero lo que se alejaba con el motor a medio gas, avante al rumbo que el patrón hubiera fijado.

Encorvándose sobre si mismo, dio otra calada al cigarrillo que acababa de liar y encender. Dio dos pasos hacia la maquinilla de ese lado, encargada de recoger las redes de arrastre, y se giró hacía popa. Hoy había amanecido con bastante buen tiempo y la estela, que marcaba el camino ya surcado, permanecía sin borrarse durante unos cientos de metros. Parecía una lanza alargada que le indicaba la dirección en la que se iba alejando Bermeo. Su puerto, o mejor dicho, el puerto base del Beti Atzera. Y su hogar.

Esperaba que esta fuera la última marea. Félix nunca se había imaginado acabar pescando en un arrastrero tras acabar carrera y máster de postgrado. Pero la vida es así.

Lanzó con desgana el cigarrillo. Eso tampoco estaba en sus planes. Siempre cuidando su alimentación, ejercitando su cuerpo y alejado de drogas y alcohol, para acabar allí, fumando tabaco de dudosa procedencia. A saber que le quedaba de la planta original, pues cuanto más barato, más transgénico, más adictivo y más mierda.

Se estremeció cuando el viento refrescó, cosa poco habitual ya incluso en aquellas latitudes tan norteñas. Si quisieran podrían llegar al pacífico por el paso del noroeste sin apenas divisar hielo o nieve. Otra cosa es que las patrulleras no les dispararan sin preguntar al ver pabellón europeo, cuando seguía sin haber acuerdo comercial y pesquero en aquellas aguas.

Se cerró el chaleco y se dirigió al puente. En la cabina se estaría mejor.
Casi al momento de entrar y saludar al patrón, el océano cobró una tonalidad peculiar y extraña, entre gris y dorado. No solo la superficie, también el cielo, o mejor dicho, todo cuanto les rodeaba. Parecían estar rodeados de una leve bruma tostada que impedía distinguir con exactitud donde se pasaba del agua al aire. Los horizontes, fuera la dirección adonde se mirase, habían desaparecido, fundiéndose los fondos en los mismos tonos. Sin embargo, a proa, la bruma se hacía más densa, cobrando consistencia de niebla profunda. Eso sí, con destellos cobrizos y sombras ocres que le otorgaban volumen y cuerpo, y la distinguían del resto del panorama.

El Beti Atzera mantenía el rumbo, yendo directos hacia ella.

Se ven cosas extrañas en alta mar —dijo el patrón, con la mirada puesta en la consola y una mano mesurando su barba—, pero algo así no me lo había encontrado jamás.

No jodas —murmuró el radiotelegrafista.

Las miradas convergieron en el puesto de radio, un poco más atrás en la cabina.

¿Qué te pasa, Joseba?

Pues a mi nada, pero no encuentro nada en ninguna frecuencia. Tenía a dos galeses charlando entre ellos y se cortó. Así de repente.

¿Galeses? Esos no se acercan tanto a San Pedro Y Miquelón. Se quedan cerca de su puñetera isla. —el tono demostraba que aún guardaba rencor a los británicos, por los enfrentamientos que mantuvieron durante años tras salir de la Unión Europea. —Estaremos fuera del alcance de la radio.

Eso pensé, pero es que no encuentro a nadie. En todas las frecuencias, incluso donde suelen estar los canadienses, silencio. Bueno, peor que eso.

¿Peor?¿Peor que qué? —preguntó Félix con cara de preocupación.

Joseba soltó con brusquedad los cascos y dijo —Peor que el ruido de fondo de radio, porque no se escucha nada de nada. Como si estuviera apagada pero la radio está perfectamente.

En ese momento todo comenzó a vibrar. Cada cual se lanzó a la ventana, portilla u ojo de buey que le pillara más cercana a mirar el exterior. Todos pensaron que chocaban con algo. No vieron nada. Todo continuaba igual, los colores, el paisaje difuminado, solo la niebla densa empezaba a envolver la proa del bacaladero.

Entonces se fijaron, casi todos al mismo tiempo, en que la superficie del mar estaba rizándose con multitud de crestitas y sus correspondientes senos. Entre el color amarillo mortecino del agua y la luz, la vibración producida por el impacto de miles de olas minúsculas y la espuma que estas producían a todo alrededor del casco, el barco parecía una croqueta minúscula friéndose en una sartén infinita.

Las vibraciones alcanzaron de repente una intensidad tan alta que las tazas, prismáticos, la funda con las gafas
del patrón, los lápices y bolígrafos con la carta náutica y el transportador de ángulos y todos los objetos sueltos que estuvieran sobre consolas, mesas, estanterías o mal colgados en perchas empezaron a caer al suelo y rodar por las cubiertas. La tripulación sintió como todas las rodillas flojeaban, los estómagos se alzaban con una sensación de vacío que oprimía los pulmones y fueron los siguientes en caer, mientras todo se oscurecía mientras la niebla acababa por envolver el buque en toda su eslora.

* * *

Debió ser la potencia de aquella sirena antiniebla la que despertó a Félix. Sintió la fría humedad que impregnaba su cuerpo. Entonces se dio cuenta de que flotaba en medio de la bruma, esta vez del color habitual. El chaleco anaranjado le mantenía con la cabeza fuera del agua y mirando al cielo, en el que un redondel plateado se intuía a través del aire saturado de vapor de agua.

La sirena, pensó. El barco debía estar cerca. Aunque le pareció que por muy próximo que estuviera a él, aquella sirena sonaba con una potencia excesiva, brutal. Como de una embarcación bastante mayor. Quizás no fuera la del Beti Atzera. Quizás fuera una patrullera canadiense, o algún buque factoría japonés con los que se cruzaban a veces.

Volvió a sentirla y no solo oírla. El sonido, aparte de sobresaltarlo, hacía vibrar sus entrañas y sus huesos. Parecía llegarle desde su izquierda. Con las manos doloridas y entumecidas por las heladas aguas, palmeo para girar hacia el lado desde donde llegaba el sonido de aquella poderosa bocina.

Permaneció escuchando. Tras el bocinazo solo había silencio. Pero poco a poco, le pareció distinguir algo. Un sonido apagado pero rítmico. Pensó que podría ser el motor de lo que se acercaba, fuera lo que fuera.

Bapa, bum, bum…

El rítmico golpeteo se iba acercando, ganando volumen y claridad.

Bapa, Bum, BUM…

De repente, se aterrorizó.

BAPA, bum, BUM…

Aquel navío se acercaba en rumbo de colisión con Félix...

BAPA, BUM, ¡BUM!…

...la niebla y el tamaño del supuesto barco les haría imposible avistar a una persona en mitad del océano...

¡BAPA!, ¡BUM!, ¡BUM!…

...y por mucho que gritara o utilizara el silbato, aquel motor sonaba con tantísima fuerza que no oirían sus avisos…

¡BAPA!, ¡BUUM!, ¡BUUUM!

Una proa enorme y afilada, de color negro se dibujó de entre las sombras, y siguió creciendo a medida que se aproximaba. Félix había comenzado a nadar antes, en cuanto se dio cuenta de que iba a ser arrollado por el buque que llegaba. Sin mirar hacía atrás y con la dificultad añadida de que el chaleco dificultaba bastante el nado, braceó con todas sus fuerzas para intentar apartarse de de la trayectoria. El agua comenzó a bambolearlo en un vaivén que le hizo parecer una gran corchuela. Aquel barco debía tener un desplazamiento enorme, pues sin duda, esas eran las ondas que en su avance, provocaba por delante de su proa.

Era inútil luchar. Sabía que en aquel momento solo podrían pasar dos cosas. O el barco le pasaría por encima y acabaría golpeado y rebotando bajo su quilla, quizás para terminar destrozado por las hélices, o esas ondas de proa lo apartaban del rumbo, evitando lo anterior. Se dejó en manos del destino, no sin antes girarse para mirarlo cara a cara. Si iba a morir, quería saber qué nave iba a matarlo.

La mole metálica no estaba donde había pensado. Era mucho mayor de lo que imaginaba, y el golpeteo del motor, a ras del agua, resultaba ensordecedor. Por un lado se alegró enormemente. Había sido expulsado y veía como la proa negra se alejaba por su derecha. La perspectiva era impresionante, a medida que la línea roja de la obra viva se dibujaba ondulada por la estela se alargaba. La altura era desproporcionada para cualquier buque de los que había visto, incluso para un petrolero. Eso pensaba que sería, por el color negro. Pero los petroleros no tenían apenas portillas, mientras que este estaba literalmente ametrallado con ojos de buey por toda su banda, marcando la existencia de varias cubiertas en su interior.

Temió que cuando se acercara a la popa, las hélices lo absorbieran. De Guatemala a guatepeor, pensó.

Pero no sucedió. Tan solo contempló como la estructura se iba alejando, dejando tras de sí un olor a carbonilla. Miró hacía arriba y vio como una nube negra y alargada iba formándose sobre la estela que dejaba a su paso.

El frío le desapareció del cuerpo cuando vio el pabellón británico en el mástil de popa. Lo que acabó por descomponerle la razón fue el brillo dorado de una letras que fulguraban en la neblina, como las casi infinitas explosiones nucleares que se producen en el interior de las estrellas.

Allí, ante sus ojos, con letras de oro sobre un fondo negro sideral, dos palabras que no debieran figurar juntas desde hacía mucho. Las más pequeñas indicaban el puerto de matriculación, Liverpool. Y sobre estas, un simple nombre con caracteres de mayor tamaño y que la superstición naval prohibía pronunciarse a bordo de cualquier artefacto flotante digno de llamarse embarcación.

Era imposible, al menos si no le seguía un dos en números romanos. Porque entonces sí, podría ser la réplica que botaron en 2025. Pero no. Allí solo ponía una palabra, Titanic. El buque condenado por la arrogancia humana.

Se sintió desfallecer. Debía de estar alucinando por el frío, el miedo o la muerte ondulante en la que flotaba indefenso. La niebla se fue oscureciendo, porque lo que se nublaba era su consciencia que acabó por abandonarle en pocos minutos, mientras continuaba con la mirada fija en aquella imagen del Titanic, desdibujándose en la distancia.

Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue el rostro de la muerte. Tenía temibles colmillos bajo largos bigotes y unos ojos negros y vidriosos fijos en los que se reflejaban su propio rostro con una mueca de espanto.

Permaneció paralizado, contemplando esa cara que sin embargo, también le recordaba en cierto modo al perro que tuvo en su infancia. Había algo de cachorro en el rostro de la muerte que no conseguía comprender.

Le llegaron voces extrañas, palabras desconocidas escupidas en una vocalización casi alienígena. Una zarpa acolchada se le posó en un hombro. Pensó que la muerte llevaba manoplas de horno. La mano le hizo girar y entonces vio otra cara de ojos rasgados, muy humana, eso sí.

Le hablaba en una lengua desconocida, repitiendo una palabra mientra le señalaba con la manopla.

Anoriinnaq, anoriinnaq.

* * *
Treinta y dos años después, el 1 de noviembre de 1944, ante el inukshuk que marcaba el lugar de enterramiento, la anciana Natuk le cantó a su hijo la historia de su padre, de cómo llegó del futuro flotando por el mar y por eso le llamaron el anoriinnaq, el escalador del viento. Le explicó como se había traído de su mundo aquella costumbre de recordar a los fallecidos en ese día, le mostró aquel extraño y viejo ropaje anaranjado con el que le habían encontrado. Félix Pisuk le recordó como el buen padre al que debía su nombre y colocó una piedra más sobre su tumba.

FIN


Este relato participa en el #OrigiReto2019, el reto de escritura creado por Stiby (ver blog) y Katty (ver blog). En sus respectivos blogs podéis ver las normas del reto. En este caso, en el sorteo de objetivos y objetos que realicé, en octubre debía escribir un relato con el objetivo 11; narra la aventura de alguien que viaja en el tiempo, y los objetos ocultos 25; una explosión nuclear y 27; el Titanic.

Estadísticas según https://www.contadordepalabras.com/
2018 Palabras
11729 Caracteres (con espacios)
9754 Caracteres (sin espacios)
54 Párrafos
131 Oraciones